sábado, 8 de marzo de 2014

LÍMITES PARA EL RESPETO

Decía Chesterton: No respeto a ninguna secta, iglesia o grupo debido a su sinceridad. Respetamos los credos que otros tienen porque deben tener algo bueno, no porque alguien los sostenga sinceramente. Un hombre honesto respeta otras religiones porque contienen parte de su propia religión, es decir, de su visión más amplia de la verdad. Respetaré a los confucianos porque reverencian a los ancianos y mi religión también lo hace. Respetaré a los budistas porque su moralidad incluye ser amables con los animales igual que hace también mi moralidad. Respetaré a los mahometanos porque admiten una justicia general como yo también la admito. Pero no admiro las torturas chinas porque se lleven a cabo con ardor; ni disfruto con el pesimismo hindú porque sea sincero y por tanto desesperanzado; ni respeto al turco cuando desprecia a las mujeres simplemente porque lo haga de corazón. Debemos tener un credo incluso en orden a ser comprensivos. Debemos tener una religión en orden a respetar otras religiones. Incluso si nuestro deseo es admirar lo bueno en otras adoraciones, nosotros debemos adorar algo o no sabremos qué admirar.

Hay cuatro personajes que parecen resumir los cuatro últimos tipos de nuestra existencia. Esos cuatro tipos son: San Jorge, la Princesa que se iba a comer el Dragón, el padre de la princesa que era, si lo recuerdo bien, el Rey de Egipto, y el Dragón. Está todo en esas cuatro figuras: virtud activa destruyendo el mal, virtud pasiva soportando el mal, ignorancia o convención permitiendo el mal, y el Mal. En esas cuatro figuras también pueden encontrarse los reales y saludables límites de la tolerancia: admiro a san Jorge por ser sincero en su deseo de salvar la vida de la princesa, pues es un deseo enteramente bueno y sano. Estoy dispuesto a admirar el deseo de la Princesa de ser comida por el Dragón como una parte de sus obligaciones religiosas, pues la Princesa es generosa aunque tal vez sea un poco perversa. Estoy incluso preparado para admirar la sinceridad del tonto y viejo potentado que entrega a su hija al Dragón porque siempre se había hecho así en su reino. Pero hay un límite, el último límite del universo: rehúso admirar al dragón porque miraba a la Princesa con entusiasmo sincero y porque honestamente creía que comérsela le sentaría bien.

En «Respecting Other Peoples’ Opinions»,
The Illustrated London News, artículo del 29 de octubre de 1910, Collected Works, volume XXVIII.

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