"Estaba Jesús
en Betania, en casa de un tal Simón, a quien llamaban el leproso, cuando una
mujer que llevaba un perfume muy caro en un frasco de alabastro se acercó a él
y vertió el perfume sobre su cabeza mientras estaba sentado a la mesa. Esta acción molestó a los discípulos, que
dijeron:
— ¿A qué viene tal
derroche? Este perfume podía haberse vendido por muy buen precio y haber dado
el importe a los pobres.
Pero Jesús, advirtiendo
lo que pasaba, les dijo:
— ¿Por qué molestáis
a esta mujer? Lo que ha hecho conmigo es bueno. A los pobres los tendréis
siempre entre vosotros, pero a mí no me tendréis siempre. Al verter este perfume sobre mí, es como si
preparara mi cuerpo para la sepultura. Os aseguro que en cualquier lugar del
mundo donde se anuncie la buena noticia, se recordará también a esta mujer y lo
que hizo."
La gente de gran popularidad
- como el señor Obama - recibe de nosotros una lluvia suave de alabanza. La
gente de gran humildad - como Gandhi, Martin Luther King o la Madre Teresa - recibe
un chaparrón de lo mismo.
Esto es paradójico.
Después de todo, la exaltación de los humildes es una cosa que al humilde - por
su naturaleza – no le importa. Martin Luther King sería el último en querer
calles bautizadas " Boulevard Martin Luther King " - sin embargo, muchas
son bautizadas así. Madre Teresa seguramente nos haría gastar menos en carteles
de su rostro arrugado, y más en los pobres - pero eso no va a disuadir al mundo
de exaltarla en bibliotecas, iglesias y escuelas, o de construir imágenes y
pintar cuadros suyos, y de comprar su imagen.
Parece que la afirmación
del Maestro de que "los humildes será enaltecidos" suena a verdad no
sólo en el sentido de la exaltación futura en los Cielos, pero dentro del
corazón humano. Es natural exaltar a los humildes.
Imagínate una
propuesta de matrimonio a la “antigua”. El hombre consigue más mérito
precisamente cuando es más humilde - cuando se inclina sobre una rodilla y le
pide el objeto de su amor que le conceda llamarle marido. Imagínate al niño. No
es un rey a quien la madre mira y exalta, pero el bebé nacido de ella - una
desnuda, impotente, humilde criatura - a quien ella corona su joya, su amor, su
todo. Imagínate una muerte. Es la humildad final - la humildad absoluta e
inevitable de la mortalidad humana - que exaltamos con un ritual. De todos los
hombres del mundo, el muerto es el que desea menos exaltación, sin embargo acumulamos
sobre él flores, poemas, alabanzas y la oraciones - y un pedazo de tierra sagrada.
Elevamos a los humildes.
Ahora bien, si la
exaltación de los humildes es una cosa que al humilde - por su naturaleza - no le
interesa, ¿por qué la exaltación? Supongo que se podría argumentar que no sirve
de nada, y que somos necios por ensalzar a aquellos que han escapado al deseo
de ser alabado (…). Una respuesta mejor podría ser: La exaltación de los
humildes no es por el bien de los humildes, pero por el bien del que exalta. Es
bueno alabar.

La alabanza normalmente
va junto con el deseo de ser como el objeto de alabanza. Esto no siempre es
bueno en sí mismo, como cuando alabamos a los ricos sólo por serlo, al mal, o a
la futilidad. Pero cuando se trata de un elogio de la grandeza en la humildad,
el mismo acto de alabanza es al mismo tiempo una fuente de inspiración para
nosotros a participar de esa grandeza humilde, como la exaltación de la Madre
Teresa es a la vez una fuente de inspiración para ser como la Madre Teresa. La
exaltación de los humildes siempre nos lleva a desear la comunión con los
humildes.
Y así, como viajeros,
al final del viaje, se llega a Dios. La humildad de Dios es tan grande, su
deseo de nosotros tan fuerte, que él - la trascendente causa primera de toda la
naturaleza - se hizo carne y sangre y tripas y huesos. La plenitud de la
belleza se hizo hombre para enseñarnos cómo vivir. La plenitud de la Verdad
asumió nuestra naturaleza caída y murió en expiación por nuestros pecados, lo que
nos concede lo que nuestros gimientes y llorosos corazones anhelan: la comunión
con nuestro Creador.
Dios hizo esto en la
mayor medida posible de la humildad, viniendo no como un rey, sino como un
bebé, viniendo no como un señor, sino como un carpintero, no muriendo como
héroe, sino como un criminal, permaneciendo no como un conquistador, sino como
pan y vino, fruto de la tierra y el fruto de la vid. ¿Acaso esto no tiene
sentido? En esta tremenda humildad se nos da la oportunidad de exaltar a
nuestro Dios. Él no necesita nuestra alabanza. El humilde - por su naturaleza -
no está interesadoen la exaltación. La exaltación de los humildes no es por el
interés de los humildes, pero por el bien del que exalta. Su humildad es un
regalo para nosotros. Exaltarle nos llena, precisamente por las mismas razones
que nos ennoblecemos en nuestro terrenal levantamiento de los humildes: Podemos
inclinarnos ante el pesebre y la cruz intencionalmente y en perfecta libertad,
con el deseo - como es natural - de estar en comunión con Él, el objetivo final
de nuestra alabanza. A causa de su humildad podemos ceder, siempre
experimentando este don de la alabanza como salvífico, por lo que admitimos que
hemos caído, y que por medio de Él podemos llegar a ser lo que no somos - hijos
de Dios, una vez más, los niños cuyos corazones inquietos son calmados.

Pero él nos dijo que
era así, y por lo tanto, infinitamente más de lo que respondemos a las instancias
terrenales de grandeza en la humildad, respondemos a esto. Infinitamente más de
lo que exaltan al hombre humilde, exaltamos al Dios Humilde. Nosotros venimos
con regalos para entronizar al Rey sin trono, llegamos a Belén - que sólo
significa "casa del pan" - como los Reyes Magos tratando de alabar a él que se ha
hecho vulnerable a nuestras alabanzas. Le damos lo que tenemos de más preciado,
porque es nuestra salvación alabar a Dios, reconocerle como infinitamente
superior a nosotros mismos y por lo tanto, capaz de salvarnos. Construimos para
él un tabernáculo de oro, y cálices de plata, columnas de mármol y ventanas de
cristal llameante. Él no desdeña estos tesoros como tampoco lo hizo a los sabios
de Oriente o a la mujer de Betania, ya que nuestra alabanza es su regalo para
nosotros, los pobres, que en ella recibimos el deseo de comunión con él.
Que nosotros, los
pobres, deberíamos dar más. Que nosotros, los pobres, deberíamos escandalizar
al mundo por la riqueza que arrancamos de nosotros mismos y componemos
alrededor del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Por su humildad, Cristo en la
Eucaristía nos ha dado la oportunidad para exaltarle más allá de cualquier cosa
que el mundo haya visto jamás. Y lo haremos.
Marc Barnes
Fuente: Bad Catholic
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