lunes, 17 de septiembre de 2012

DEFENSA DEL RECUBRIMIENTO DE LAS IGLESIAS CON TODAS CLASES DE ORO


"Estaba Jesús en Betania, en casa de un tal Simón, a quien llamaban el leproso, cuando una mujer que llevaba un perfume muy caro en un frasco de alabastro se acercó a él y vertió el perfume sobre su cabeza mientras estaba sentado a la mesa.  Esta acción molestó a los discípulos, que dijeron:
— ¿A qué viene tal derroche? Este perfume podía haberse vendido por muy buen precio y haber dado el importe a los pobres.
Pero Jesús, advirtiendo lo que pasaba, les dijo:
— ¿Por qué molestáis a esta mujer? Lo que ha hecho conmigo es bueno. A los pobres los tendréis siempre entre vosotros, pero a mí no me tendréis siempre.  Al verter este perfume sobre mí, es como si preparara mi cuerpo para la sepultura. Os aseguro que en cualquier lugar del mundo donde se anuncie la buena noticia, se recordará también a esta mujer y lo que hizo."

La gente de gran popularidad - como el señor Obama - recibe de nosotros una lluvia suave de alabanza. La gente de gran humildad - como Gandhi, Martin Luther King o la Madre Teresa - recibe un chaparrón de lo mismo.

Esto es paradójico. Después de todo, la exaltación de los humildes es una cosa que al humilde - por su naturaleza – no le importa. Martin Luther King sería el último en querer calles bautizadas " Boulevard Martin Luther King " - sin embargo, muchas son bautizadas así. Madre Teresa seguramente nos haría gastar menos en carteles de su rostro arrugado, y más en los pobres - pero eso no va a disuadir al mundo de exaltarla en bibliotecas, iglesias y escuelas, o de construir imágenes y pintar cuadros suyos, y de comprar su imagen.


 Parece que la afirmación del Maestro de que "los humildes será enaltecidos" suena a verdad no sólo en el sentido de la exaltación futura en los Cielos, pero dentro del corazón humano. Es natural exaltar a los humildes.

Imagínate una propuesta de matrimonio a la “antigua”. El hombre consigue más mérito precisamente cuando es más humilde - cuando se inclina sobre una rodilla y le pide el objeto de su amor que le conceda llamarle marido. Imagínate al niño. No es un rey a quien la madre mira y exalta, pero el bebé nacido de ella - una desnuda, impotente, humilde criatura - a quien ella corona su joya, su amor, su todo. Imagínate una muerte. Es la humildad final - la humildad absoluta e inevitable de la mortalidad humana - que exaltamos con un ritual. De todos los hombres del mundo, el muerto es el que desea menos exaltación, sin embargo acumulamos sobre él flores, poemas, alabanzas y la oraciones - y un pedazo de tierra sagrada. Elevamos a los humildes.

Ahora bien, si la exaltación de los humildes es una cosa que al humilde - por su naturaleza - no le interesa, ¿por qué la exaltación? Supongo que se podría argumentar que no sirve de nada, y que somos necios por ensalzar a aquellos que han escapado al deseo de ser alabado (…). Una respuesta mejor podría ser: La exaltación de los humildes no es por el bien de los humildes, pero por el bien del que exalta. Es bueno alabar.

La alabanza es el saludo alegre de una persona libre. Si la Madre Teresa hablase de su trabajo con orgullo, ordenando que la siguiéramos, siempre serían alabanzas exigidas. Pero la Madre Teresa hacía su labor con toda humildad. Así, concederle la alabanza - ya sea en estatuas, libros, o la canonización- es agradable. Nos inclinamos ante su grandeza, pero nos inclinamos voluntariamente, con amor y la sinceridad. Eso nos ennoblece (...).

La alabanza normalmente va junto con el deseo de ser como el objeto de alabanza. Esto no siempre es bueno en sí mismo, como cuando alabamos a los ricos sólo por serlo, al mal, o a la futilidad. Pero cuando se trata de un elogio de la grandeza en la humildad, el mismo acto de alabanza es al mismo tiempo una fuente de inspiración para nosotros a participar de esa grandeza humilde, como la exaltación de la Madre Teresa es a la vez una fuente de inspiración para ser como la Madre Teresa. La exaltación de los humildes siempre nos lleva a desear la comunión con los humildes.

Y así, como viajeros, al final del viaje, se llega a Dios. La humildad de Dios es tan grande, su deseo de nosotros tan fuerte, que él - la trascendente causa primera de toda la naturaleza - se hizo carne y sangre y tripas y huesos. La plenitud de la belleza se hizo hombre para enseñarnos cómo vivir. La plenitud de la Verdad asumió nuestra naturaleza caída y murió en expiación por nuestros pecados, lo que nos concede lo que nuestros gimientes y llorosos corazones anhelan: la comunión con nuestro Creador.

Dios hizo esto en la mayor medida posible de la humildad, viniendo no como un rey, sino como un bebé, viniendo no como un señor, sino como un carpintero, no muriendo como héroe, sino como un criminal, permaneciendo no como un conquistador, sino como pan y vino, fruto de la tierra y el fruto de la vid. ¿Acaso esto no tiene sentido? En esta tremenda humildad se nos da la oportunidad de exaltar a nuestro Dios. Él no necesita nuestra alabanza. El humilde - por su naturaleza - no está interesado​en la exaltación. La exaltación de los humildes no es por el interés de los humildes, pero por el bien del que exalta. Su humildad es un regalo para nosotros. Exaltarle nos llena, precisamente por las mismas razones que nos ennoblecemos en nuestro terrenal levantamiento de los humildes: Podemos inclinarnos ante el pesebre y la cruz intencionalmente y en perfecta libertad, con el deseo - como es natural - de estar en comunión con Él, el objetivo final de nuestra alabanza. A causa de su humildad podemos ceder, siempre experimentando este don de la alabanza como salvífico, por lo que admitimos que hemos caído, y que por medio de Él podemos llegar a ser lo que no somos - hijos de Dios, una vez más, los niños cuyos corazones inquietos son calmados.

Esta es mi defensa del oro que adorna las Iglesias Católicas. Puesto que los católicos creen las palabras de Cristo, que Él se hace pan para nosotros, y que por ello realmente, verdaderamente, comemos su cuerpo, llevando en nosotros la vida divina. ¿Podríamos imaginar la profundidad de la humildad que le conllevaría a un hombre ofrecer, a quienes le fallaron, comer su carne y beber sangre? ¿Podemos imaginar convertirnos en alimento para nuestros enemigos, para que puedan vivir? Entonces debemos temblar ante incluso la consideración del humilde descenso de Dios a alimento para nosotros.

Pero él nos dijo que era así, y por lo tanto, infinitamente más de lo que respondemos a las instancias terrenales de grandeza en la humildad, respondemos a esto. Infinitamente más de lo que exaltan al hombre humilde, exaltamos al Dios Humilde. Nosotros venimos con regalos para entronizar al Rey sin trono, llegamos a Belén - que sólo significa "casa del pan" - como los Reyes Magos tratando de alabar a él que se ha hecho vulnerable a nuestras alabanzas. Le damos lo que tenemos de más preciado, porque es nuestra salvación alabar a Dios, reconocerle como infinitamente superior a nosotros mismos y por lo tanto, capaz de salvarnos. Construimos para él un tabernáculo de oro, y cálices de plata, columnas de mármol y ventanas de cristal llameante. Él no desdeña estos tesoros como tampoco lo hizo a los sabios de Oriente o a la mujer de Betania, ya que nuestra alabanza es su regalo para nosotros, los pobres, que en ella recibimos el deseo de comunión con él.


Que nosotros, los pobres, deberíamos dar más. Que nosotros, los pobres, deberíamos escandalizar al mundo por la riqueza que arrancamos de nosotros mismos y componemos alrededor del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Por su humildad, Cristo en la Eucaristía nos ha dado la oportunidad para exaltarle más allá de cualquier cosa que el mundo haya visto jamás. Y lo haremos.


Marc Barnes
Fuente: Bad Catholic

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