martes, 22 de noviembre de 2011

CURAR HERIDAS DE HOY HECHAS EN EL AYER

Esas heridas que la vida nos va dejando por el trato con los demás y con no pocas cosas desordenadas, que molestan y hacen incómodas determinadas relaciones y soledades, y que plantean realmente unos interrogantes muy profundos al hombre. Son del pasado casi tanto como del presente, y deshacerse de ellas no resulta nada fácil. Como todo lo que no es hermoso, ni bello, ni agradable, ni placentero, ni bueno, ni estupendo, ni vivificante, ni vital, ni…  tendemos a dejarlo ahí, en el rincón oscuro del pensamiento, hasta que vengan días mejores o se pase por sí mismo. Lo cual, dicho sea de paso, es casi de lo peor. Porque las heridas se infectan y contagian partes sanas, porque las heridas se pueden llegar a extender, porque molestar en cada paso del camino, y aunque nos acostumbremos a su dolor no sentiremos la libertad que Dios nos ha regalado para hacer nuestro viaje de otra manera. Nada hay herido que pueda pasarnos desapercibido, nada de esto se puede controlar tanto como para dejar que forme parte del pasado sin seguir hiriéndonos (e hiriendo a otros) en nuestro presente.
La herida no se muestra como herida la mayor parte de las veces. Está. Con eso es muchas veces suficiente. Y otras da la vuelta para seguir llamando la atención, para que no la olvides. ¡Es el principio! ¡Maravilloso principio! ¡Qué bien hechos estamos! Que siga doliendo es la mejor forma de llamarnos para que prestemos atención y las curemos. Una herida que no duele es de lo más peligroso, y un dolor que no sé de dónde viene es muy inquietante. Podemos saber que está ahí, y reconocerlo. Quizá todavía no encontremos la medicina más adecuada y mejor, y con ello ya tenemos mucho más de lo que creemos.
Posibles heridas, para un primer chequeo:
  1. Personas que me han maltratado. No sólo físicamente, también de otras maneras. Porque no han visto en mí nada, y así se han comportado, desde la ignorancia. Que han despreciado mi humanidad y mis capacidades y me han colocado en un rincón. O aquellas que han ejercido sobre mí su violencia, probablemente también porque ellas estaban heridas. Violencia verbal, por superioridad, dejando en ridículo lo que soy, sea en privado o sea en público. Personas que han dañado mi historia, cuya presencia y mal hecho es irreparable. Y no sólo por violencia y un daño muy visible, también son heridas provocadas por personas con sus ideas e ideales, o con sus carencias de sueños y aspiraciones, o con sus manías y repeticiones, o con sus sentimientos. Personas que también me han contagiado una manera de ver la vida y de verme a mí mismo, que me han dejado sin esperanza, sin amar, que han roto mi inocencia y ganas de vivir. El peor de los daños, se me antoja ahora, es el de aquel que parecía que era bueno, que era amigo y familiar, y que he descubierto que se aprovechaba de mí, que imponía sus reglas sin sentido alguno, que daba una cara falsa con la que consiguió engañar durante un tiempo. La herida fue en el tiempo de la mentira, pero descubrir su verdadero rostro por encima de las apariencias es la posibilidad abierta a plantearme que puedo alejarme de su lado. Queda pendiente curar el daño hecho, reparar, si es posible, la confianza para otra segunda vuelta. Pero nunca, bajo ningún concepto, podrá volver a ser lo mismo ni parecido.
  2. Cosas que se han adueñado de mí. Y me hacen jugar en el mundo atado, caminar con demasiado peso, ligado siempre a ellas. Cosas que son más que vicios, sin las que creo que no puedo vivir, y sin las que despliego mis inseguridades y miedos. Cosas detrás de las que me escondo, y, como si se tratara de la película de “La máscara”, terminan haciendo de mi vida una esclavitud, acaban viviendo mi propia vida. Las cosas tienen esa triste capacidad de atraparme entre ellas cuando no sé para qué las uso ni a dónde voy, cuando son simple necesidad por necesidad. Necesidad social, necesidad del momento, necesidad de mi mundo y de mi ambiente.
  3. Acontecimientos dolorosos. Lo que sucede en mi vida, sucede. Y no puedo controlarlo. La mayor parte de situaciones de la vida son indominables e incalculables. Ocurren, sin más. Y algunas veces me toca ser testigo en la vida de otros; otras me veo más implicado porque son personas cercanas, y todo va dejando su huella; y unas y otras se suman a las que a mí mismo me pasan. Y en la vida están sucediéndose continuamente, y en cadena, una serie de acontecimientos que me van balanceando. Cuando todo es a favor, o parece que el viento sopla en esa dirección, no se nota tanto. Cuando toca remar contracorriente, esperando frente a la deseperanza, soportar el azote de lo que no comprendo, ya es más patente. Sin embargo, tendríamos que decir que la mayor parte de las veces lo malo se convierte en malo porque así lo he decidido yo directamente. Porque “aquello que sucede” está esperando que yo le dé un sentido que no puedo encontrarle, o que aguarda de mí una palabra para integrarlo en una historia que no comprendo excesivamente. Ése acontecimiento quedará por tanto anquilosado. Y para unos esto puede ser haber sacado un 8 en una asignatura siendo alumno de 10, y para otros puede ser la muerte de un familiar cercano, o un cambio en el rumbo de su biografía, o la presencia de alguien que no acoge con esperanza, o una palabra mal dicha por alguien sinsentido, o un rechazo amoroso, o un rechazo personal de uno hacia sí mismo. Todo está esperando que yo pueda “decir sobre ello”, ponerle palabra para “controlarlo y dominarlo”, para “ubicarlo en una historia más grande” donde las cosas se van conectando entre si.
  4. El mal que me hago a mí mismo. Porque quererse bien es una tarea que se aprende con los años, y en los muchos años de sabiduría. Hay quien se quiere al modo como otros le quieren, y por tanto su vida se convierte en un ir y venir de una demanda a otra, viviendo al estilo de lo que los demás piden. Hay quienes por el contrario creen que amarse es no escuchar nada diferente a lo que ellos quieren oír, y en nuestra sociedad esto va de la mano del placer por el placer, de la comodidad incluso sin conocer el esfuerzo o el cansancio, sin la pasión de sentir que se puede perder algo grande. Hay quienes han hecho de su amor una moneda de cambio por amor de otros, o por cosas, y van por la calle mendigando que alguien les quiera para entregarles su corazón y quedarse prendado de ellos. Los hay también, y siento decirlos, aquellos que rechazan el amor, y han abrazado como forma de vida el odio, el desprecio de los demás, el critiqueo martilleante, el pesimismo sobre el hombre llegado al extremo de no confiar. Y también hay quien se conforma con el amor del amigo, del amigo siempre bueno que no puede equivocarse, haciendo de su amor una exigencia y una permanente forma de mendicidad. Y a esto le llaman quererse bien, quererse a uno mismo. Y la rebaja más grande del amor a uno mismo es aquella que se esconde entre las cosas, las ropas, el tener, el poder o el valer.
Muchas más cosas, sin duda, que no están contempladas aquí, provocan heridas en nuestra humanidad. Y suscitan muchos deseos, muchos vínculos y ligazones poco sanos. Quizá algunas de ellas podamos ocultarlas durante un tiempo, pero saldrán a medida que nuestra capacidad de resistencia merme, y en esto la vida es una excelente maestra. No deja nada al amparo del olvido. Otro día, puede que esta noche, le doy la segunda vuelta al artículo para ofrecer también un camino posible. Adelanto que no hay nada mejor para curar algo que reconocerse herido, y atender a quien sí puede curar, sanar, salvar.

José Fernando Escolapio

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