Tengo un plan, Señor, que te va a gustar. Se trata de Ti mismo... ¿No lo adivinas? Te voy a mandar restaurar.
-No me restaures ¡Te lo prohíbo! ¿Lo oyes?
-Si, Señor, te lo prometo, no te restauraré. ¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo.
-Ya lo veo... replicó lejanamente triste.
-¿No comprendes, Señor, que va a ser para mí un continuo dolor, cada vez que te mire, tenerte roto y mutilado?¿No comprendes que me dueles?
-Eso es lo que quiero: que al verme a Mí roto, te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo, desconocidos y lejanos, y que están como Yo, rotos, aplastados, indigentes, oprimidos, enfermos, mutilados... Sin brazos, porque no tienen posibilidades ni medios de trabajo; sin pies, porque les han bloqueado los caminos y no pueden dar un paso adelante por la vida; sin cara, porque les han quitado la honra, el honor, el prestigio. Todos los olvidan y les vuelven la espalda...¡No me restaures! A ver si viéndome así te acuerdas de ellos. Y te duelen. A ver si así, roto y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás.
-Si, Señor. Ahora empiezo a comprenderte. No te restauraré jamás.
-Déjame roto. Aguántame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.¡Bésame roto!
-Sí, Señor, te lo prometo. No habrá fuerza que te arranque de mí. Y un beso, sobre su único pié astillado, fue la firma de mi promesa.
(P. Cué)